Fugaces.

~Algo más que un juego~

Capítulo II. Tormenta.


-¡Por aquí, seguidme!
Kikro se inclinó hacia adelante para hacer frente a las acometidas del viento cargado de hielo. Las barbas, trenzadas y sujetas al cinturón estaban blanquecinas por el hielo, y su grueso manto de piel de lobo apenas le protegía ya del frío. Portaba una gruesa mochila, seguramente más pesada que el propio enano, y enganchada a ella se adivinaba bajo el manto el mango de un hacha formidable y un escudo redondo. Su voluntad férrea e inquebrantable le mantenía en cabeza, a pesar de que la nieve le llegaba, en algunos momentos, por encima de la cintura. Su vozarrón se abría paso a través de la tormenta a duras penas, y sus piernas, demasiado cortas, se hundían una y otra vez en la capa de nieve.
De súbito, el enano desapareció bajo el manto blanco. León, el alto caballero de Britunia, se arrojó hacia adelante extendiendo sus brazos y en el último momento sintió la áspera pelambrera de Kikro. Tiró hacia arriba con toda su fuerza, sin soltar los pelos del enano, que cuando asomó la cabeza fuera del agujero, comenzó a maldecir y a resoplar. Robín se sumó al esfuerzo de León y juntos izaron al enano fuera del agujero de nieve.
-Está bien, está bien. ¡Maldita sea! ¡Soltadme! Me gusta sentir el suelo bajo mis pies. Si el Dios Testarudo de los enanos hubiera querido que volásemos nos habría dado alas.
León y el elfo depositaron de golpe al enano en el suelo.
-Estamos metidos hasta el cuello en la tormenta, enano. Y todo ha sido por hacerte caso. Al este, al este –gritó el elfo haciendo muecas-. Debimos ir al oeste como yo propuse.
Robín se giró y envolviéndose en su capa blanca se alejó unos pasos, haciéndose invisible en la nevada. Sus pies ligeros casi no dejaban huella en la nieve, pues iba descargado. Había perdido todo junto con su montura. Irónicamente había perdido a su caballo Nieve en la nieve. Lo único que no le faltaba eran sus preciadas armas, de las que no se separaba nunca.
-Asqueroso elfo engreído -murmuró Alis.
-Kikro, debemos encontrar dónde encender fuego. Y pronto. Moriremos de frío si no -reclamó León mientras se aflojaba la mochila y se sacudía la nieve del pelo negro y crespo.
-Y si no morimos de frío lo haremos de hambre -dijo Alis desde el escaso refugio que ofrecía el tronco de un abeto cargado de nieve.
-Lo mejor que podías hacer es callarte, ya que no haces nada útil para la compañía -apuntilló Robín, oculto en la tormenta.
-Si te hubieras preocupado de sujetar los caballos como se te encargó en vez de preocuparte por si tu espejo iba bien atado, no estaríamos aquí ahora. ¡Vanidoso elfo, creído, orejas puntiagudas!
-Si alguien no hace callar a esta mujer...
-¡Qué! ¿Qué es lo que vas a hacerme?
El elfo surgió a la espalda de Alis, que estaba encogida al pie del abeto.
-Robín, no es momento de discusiones -intentó mediar León, con ánimo conciliador-. ¿Dónde se ha metido otra vez el enano?
El elfo propinó un fuerte puntapié al tronco del árbol que cobijaba a Alis, que con la sacudida soltó toda su carga de nieve encima de la guerrera amazona, sepultándola hasta las cejas en hielo en polvo.
-Quietos, quietos.
Alis surgió hecha una furia de debajo del montón de nieve, ya empuñaba su afilada daga.
-¡Cerdo! Ven, atrévete a acercarte.
-Aquí estoy, mujerzuela.
Alis se volvió hacia la derecha, de donde había salido la voz. Su capa estaba teñida de nieve y su pelo de empapado oro se le pegaba en húmedas guedejas sobre el rostro.
-No, no. Estoy por aquí.
La amazona giró en redondo, con redoblada furia.
-¡Alto ya! -gritó el caballero, espada en mano.
-Aparta, León. No necesito que me defiendas.
-Sí, eso, deja que se defienda sola.
Robín se descubrió, dejando que resaltaran sus ropas oscuras con la blancura de la nieve que le llegaba a los tobillos.
Alis clavó su mirada en los burlones ojos del elfo.
-Se acabó, elfo. Voy a arreglarte la cara.
Pero ninguno de ellos dio un sólo paso adelante. Algo parecido a un torbellino les embistió a ambos, y antes de que pudieran darse cuenta, se encontraron de bruces en la nieve.
-He dicho que B-A-S-T-A.
Sólo León pudo ver la carga del enano, con la cabeza encogida y los puños apretados. Si un momento antes se había hundido en la nieve, al correr parecía que sus pies ni rozaron el suelo. No se podía subestimar a un enano testarudo. Y menos a Kikro Cabeza de Torre.
La embestida dejó dolorida la espalda a la sorprendida Alis, y herido hasta lo más profundo el orgullo del elfo. Pero las palabras del enano frenaron el ímpetu de los guerreros.
-Venid, he encontrado una cueva seca. Incluso hay hasta leña.
León fue el primero en seguir al enano. El elfo y la amazona olvidaron por el momento sus diferencias para seguirles con paso presuroso, pues ya desaparecían tras la cortina de nieve. No tardaron ni dos minutos en encontrarse al pie de un peñasco medio sepultado por la nieve. Kikro comenzó a andar alrededor, seguido por los otros tres integrantes de la compañía. Al poco, se lanzó adelante y desapareció en el macizo de roca.
-Aquí, aquí. ¿No es fantástica?
-Oh, sí enano, un verdadero hogar. En adelante me mudaré para siempre y no saldré ni a tomar el sol.
-Cállate elfo, es mejor de lo que has encontrado tú. Que por cierto, no ha sido nada.
-No empecemos -volvió a mediar León.
-¡Silencio!
La voz del enano suavizó la discusión, en la semioscuridad de la cueva.
-Tenemos problemas, graves problemas. Y lo mejor que podemos hacer es aunar esfuerzos para salir de ésta y lograr rescatar a la princesa, que es para lo que nos hemos reunido. Después, si no nos volvemos a ver...
Fuera, la tormenta, en la anochecida, comenzaba a tomar dimensiones de huracán helado, haciendo que los cuatro aventureros tiritasen de frío. Sólo el enano parecía encontrarse en su elemento, con roca bajo sus pies y sobre su cabeza. El elfo se mantenía acurrucado en un rincón, envuelto en su capote, mientras que León, siempre práctico, reunía leña en un montoncito, resguardado del aire que se colaba por la boca de la cueva. Alis entrechocaba sus dientes, helada, acostumbrada a los climas más cálidos de su selva de origen.
-Bien, León de Britunia, aparta y deja que haga unas chispas que chamusquen mis barbas y sequen mi ropa. Y de paso la de todos.
El enano buscó en esos bolsillos interiores de su chaquetón de los que podía aparecer cualquier cosa.
-Oh-oh.
-¿Qué ocurre, Kikro? -preguntó sobresaltada Alis.
-Creo que mi yesca está húmeda. Así no lograremos nada.
-Uf -exclamó León contrariado, a quien la posibilidad de un fuego le había empezado a animar.
El enano mostró las palmas de sus encallecidas manos, impotente ante la humedad. Alis se arrojó otra vez a su rincón, tiritando con inusitada fuerza.
-Apartad, apartad. Dejad que este engreído elfo os ayude. Y que conste que si no fuera porque estoy aterido de frío, dejaría que os congelaseis esta noche.
Como hubo sonado a fanfarronada, los demás compañeros miraron incrédulos las evoluciones del elfo. Y más pronto que tarde se vieron obligados, y agradecidos, a creer en Robín. Sacando la espada azulada, increíblemente brillante para la oscuridad reinante, el elfo la colocó en medio de las ramas secas que había amontonado León. Luego sacó de un saquito que pendía de su cuello una piedrecita negra, la misma que habían visto usar con mimo para afilar su espada. Comenzó a chocarla contra el filo, y para alivio de todos, las chispas que saltaron consiguieron agarrarse con suficiente fuerza a la leña. De tal modo que en diez minutos ardía ya un pequeño fuego, que alimentado con mimo y pequeños trocitos de madera comenzó a expandir su humo por toda la cavidad de roca.
-Oh.
-Bien, bien, elfo. No está mal para ser un habitante del bosque.
-Gracias -hubo de decir Alis.
Durante largos minutos, hipnotizados por el influjo de la danza roja y sinuosa, los cuatro compañeros permanecieron en silencio, concediéndose reposo por primera vez en dos días. La modorra fue aumentando, y solamente los estómagos vacíos impedían una calma total. Sin embargo, estaban en lugar seco, guarecidos de la tormenta, del aire, y con un fuego enfrente que comenzaba a secar los húmedos calcetines del enano y la blanca y muy sucia capa del elfo.
Habían tenido suerte aquella vez, pero quedaba claro que debían tener más previsión si querían sobrevivir en aquella inhóspita región de Cretia.
Y justo en el momento en que más calmado parecía todo, incluso el viento de la tormenta había dejado de aullar, sobrevino el estallido. El inmenso fragor de un trueno envolvió a todos, agitándoles y asustándoles, despertándoles.

Ж


Alicia chilló asustada, le había cogido desprevenida e inconscientemente se llevó las manos a la cara, abriendo los ojos a las sobras funestas del viejo desván.
-¡¡No, no, no soltéis las manos!! -gritó Quico al comprobar que habían roto el círculo de manos.
-Dame, dame la mano, Alicia.
-Oh, lo siento. No he podido remediarlo. Me asustó verdaderamente.
-Oye, qué frías se te han quedado de repente las manos.
-Sí, y a ti también.
-Cerrad los ojos –ordenó el Guía-. Rápido, concentraos. Estamos en la cueva, y se nos ha apagado el fuego...

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El alboroto inicial se calmó poco a poco. Alis vio el brillo de los ojos del enano a la luz de las ascuas, y oyó cómo jadeaba asustado León. Del elfo, en la oscuridad, no pudo percibir ni un detalle que indicara su presencia.
-Nos hemos quedado amodorrados, y se nos ha apagado el fuego. Rápido, León, echa más leña antes de que se extinga.
-Voy, en un segundo.
-Kikro.
-Dime, elfo.
-¿Revisaste la cueva antes de avisarnos?
-No. ¿Por qué?
-Creo que no estamos solos.
El aviso heló aún más a los cuatro compañeros; el silencio que lograron permitió que oyesen sonidos guturales provenientes de la oscuridad que acongojaron a los compañeros.
-Estúpido enano -susurró Robín- Nos has metido en una guarida de oso.
-Silencio, siseó León. Pegaos a la pared y no os mováis ni por lo más remoto.
Alis cerró los ojos, apretando los párpados hasta que vio blanco. Apoyó la nuca contra la fría roca y a poco no se desmayó cuando sintió una tibia zarpa pisándole la pierna extendida en el suelo. Olió un aliento putrefacto que se estrellaba en su rostro, husmeándola. Permaneció sin moverse, lo más quieta que le fue posible, incluso sin respirar. Sintió terror durante unos inacabables segundos, un miedo tan atroz que su vello se erizó más todavía. Poco a poco dejó de sentir la presencia de aquella bestia que no había ni entrevisto, pero no se atrevió a abrir los ojos.
Kikro se convirtió en estatua pétrea, inmóvil junto a la pared, atrapado en la mirada adormecida del oso, un terrible oso negro, macho, enorme, con garras como cuchillos. Mantuvo la mirada, sin apartarla, prisionera de la fiereza que la bestia emanaba.
León también contuvo la respiración, deseó estar fuera de allí, enfundado en su armadura plateada, a lomos de su caballo negro, empuñando su indomable espada. Pero no se movió. Los amenazantes ojos de la fiera le clavaban las manos en el costado.
Entonces el oso rugió, ronco, hondo, protestando por la invasión de su morada y la interrupción de su sueño invernal. Los compañeros se sintieron desfallecer. A tan corta distancia el rugido de una fiera como aquella les heló la sangre de forma tan brutal que ni el hielo hubiera podido superarlo.
Robín se incorporó gritando y agitando su capa. De dos zancadas ganó la oscuridad de fuera. El oso se lanzó en pos del elfo, rugiendo, ahora de rabia. Sus afiladas uñas chasqueaban contra la roca, y sus colmillos buscaban apagar la sed de sangre surgida de la ira.



León, por delante del enano y de Alis, se lanzó hacia la salida, espada en mano. Podían haber tenido sus desavenencias, pero eran una compañía, no podían dejar al elfo sólo en aquel lance. Cuando asomó al exterior llegó a vislumbrar el trasero del oso, desapareciendo en la intensa nevada, y en la oscuridad nocturna. El elfo todavía gritaba.
-Quieto, enano -dijo-. Robín nos lleva demasiada ventaja en la oscuridad. Incluso demasiada ventaja al oso.
-Sí, tienes razón. Pero algo hemos de hacer.
-Si no me equivoco, el elfo volverá aquí en muy poco tiempo. No creo que tarde mucho en dar esquinazo a un oso medio dormido en medio de esta tormenta. El oso volverá a su guarida y entonces...
-Entonces estaré aquí esperándole -declaró una voz a la espalda de León y el enano.
Ambos miraron, y vieron a la verdadera Alisia Zedaira, Princesa de las amazonas, empuñando su mortífero arco, ya cargado con una maligna flecha empenachada. Había tal seguridad en su porte que ambos se hicieron a un lado para dejar franco el paso a la mujer guerrera.
-Retrocedamos. En el interior tendremos mejor visión -dijo Alis-. León, aviva el fuego. No quiero atravesar al elfo cuando regrese. Kikro, vigila la entrada. Avísanos cuando lleguen.
León no tardó nada en despertar las llamas adormecidas. Mientras, Alis se acomodaba en línea recta a la boca de la cueva. Se notaban los músculos en sus brazos tensos, esperando entrar en acción, olvidado ya el miedo y el frío.
No habían transcurrido ni tres minutos de espera cuando Kikro entró como una centella a la cueva, gritando sin dejar de correr.
-Ahí viene el elfo. ¡Con el oso negro pegado al culo!
Kikro dejó atrás a la amazona, y se lanzó de cabeza hacia su mochila, desenganchando su hacha de doble filo.
León retrocedió, pero sólo lo necesario para tener campo de visión. Y en el momento en que tomó posición oyó el jadeo del elfo, y el rugido ronco de la fiera.
-Uf, uf, uf.
Entró a toda velocidad en la cueva, sofocado y sudoroso. Llevaba el oso a punto de dar un zarpazo a su capa, que flotaba enganchada al cuello del bello elfo en apuros. En menos de un segundo encaró a la mujer.
-¡¡Al suelo!!
El aviso hizo efecto inmediato, y Robín se lanzó en plancha desesperada, al tiempo que el dardo le rozaba la coronilla al salir al encuentro del oso.
Kikro y León, desde su posición privilegiada apenas pudieron seguir con los ojos el transcurrir de la escena. El elfo se echó al suelo, justo a tiempo para esquivar el salto sobre su espalda del oso, y Alis tuvo que tirarse a un lado para esquivar a su vez la acometida el oso, que se estrelló contra la pared; la flecha ya no estaba en el arco de la amazona.
Kikro levantó su pesada hacha y saltó hacia el cuerpo del oso, gritando salvajemente, adelantándose al caballero León. Mas no llegó a descargar su pesado golpe, que hubiera decapitado a la fiera. Su risa tronó en la cueva, desconcertando a los demás.
-¡Ja! ¡Buena táctica para cazar osos, elfo! ¡Algún día tendrás que explicármela mejor! ¡Ja, ja, ja!
La fiera, inmóvil boca abajo, dio un último estertor y falleció a la vista de toda la compañía. La punta ensangrentada de flecha que le sobresalía del cráneo tenía toda la culpa.
-Buen tiro, Alis. Aunque no nos haya dado tiempo ni a verlo -felicitó aliviado León.
Robín seguía tumbado en el húmedo fango de la entrada, sin resuello, asustado aún.
-¡Uf! No... No... No pensé... que este... bicho iba a... a correr tanto. Dos metros... más y me atrapa.
-Dos metros más y te hace picadillo de elfo -rió el enano-. ¿Quién había puesto en duda mi capacidad para proporcionaros cobijo seco y comida fresca?
El asombroso humor ante los peligros de Kikro, que ya se disponía, cuchillo en mano, a desollar al oso, dejó perplejos a los tres compañeros.
-La próxima vez corre tú delante. Así entenderás cómo se hace -sugirió Robín.
-Vamos, elfo. Si tú lo has hecho muy bien -bromeó Alis.
-Sí, deberías haberte visto la cara cuando has entrado en la cueva –afirmó León-. Bueno, más o menos la que tienes ahora.
-¡Ja, ja! Caballero, no sabía que en Britunia fueseis dados a bromear -dijo Kikro, que ya había empezado a cortar piel.
Rieron aliviados haciendo que el eco les acompañase, descargando la tensión, agradeciendo el final de la peripecia. Rieron todos, menos el elfo.
-Tal vez deberíamos comprobar que no estaba sólo -sugirió Robín una vez que el alboroto hubiese remitido.
-Oh, bueno. Tú eres el experto en osos. Te cedo el honor -dijo con sorna el enano.
Nuevas risas acompañaron la propuesta.
-Yo, al menos hice algo. Vosotros os quedasteis embobados -rabió el elfo al tiempo que cogía una rama encendida y se metía hacia el interior de la cueva.
-No, si cobarde ya sabemos que no eres. Espera, voy contigo -exclamó León.
Cuando volvieron, Kikro ya tenía medio desolladas las patas traseras, y estaba cubierto de sangre hasta más arriba de los codos. Alis ayudaba en lo que podía, tirando de aquí y de allá, manteniendo tensa la piel.
-Todo despejado -informó León.
-Bien, bien -resolló el enano-. En un momento estará. Encargaos de que haya suficiente fuego para asar uno de estos jamones. ¡La cena está casi lista!
Todavía tardaron casi una hora en prepararlo todo para empezar a asar, y aún otra hora y pico en quemar lo suficiente la pata de oso para poder hincarla el diente. Pero mereció la pena, a juzgar por lo rápido que devoraron su ración. El aroma de asado se extendía por toda la gruta, e incluso salía al exterior, por lo que una vez concluido el banquete, consideraron la conveniencia de montar guardia, no fuera que algún invitado no deseado se colase en la fiesta. El enano, testarudo como una mula se ofreció voluntario a pasar el resto de noche en vela aduciendo que las comilonas le despejaban el sueño. Y no hubo forma humana ni élfica de convencerle, por lo que la amazona, el caballero y el elfo se dispusieron a dormir, junto al fuego, arropados lo mejor posible, rendidos de fatiga. Y no tardaron ni dos minutos en empezar a sentir pesados los ojos.
-Alis.
-¿Hmm?
-Gracias, antes no tuve tiempo de decirte nada.
-No hay de qué.
El silencio reinó un instante, de nuevo.
-Robín.
-Dime.
-Cuando quieras te doy clases de tiro con arco.
-¡¡Qué!! ¿Qué? ¿Pero qué te has creído? Lo que tú necesitas es una buena patada en...
-Oh, vale ya. A dormir de una vez -apaciguó León, que previsoramente se había colocado entre ellos al acostarse.
Ya no hubo más palabras. Alis satisfecha por su pequeña venganza por lo del árbol y la nieve de aquella tarde, Robín herido en el orgullo por haber sido objeto de continuas bromas y mascullando el desquite.

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