Fugaces.

~Algo más que un juego~

Capítulo IV. El campamento de verano.


Susana Marqués tenía dieciocho años, recién cumpliditos. La idea de ser monitora no había sido exactamente suya. Más bien no era en absoluto lo que ella había pensado para pasar el verano. Te vendrá bien. Aprenderás lo que es el sentido de la responsabilidad. Va siendo hora de que aprendas a trabajar. Además, descubrirás lo que es trabajar duro, como hace tu padre. Y no todo el día por ahí, ¿o crees que el dinero crece en los árboles? Mira, así tendrás dinerillo para tus gastos, para tu ropa... para el curso, para lo que quieras.
Total, que le habían encasquetado quince días con aquellos monstruos. Algo maravilloso. Y para colmo, desde que llegaron no había dejado de llover. Perfecto, no pasa nada, había un plan. De algo tenían que servir todas aquellas horas perdidas, todas esas tardes haciendo jueguecitos estúpidos que ni aun cuando era pequeña le habían gustado, todos esos fines de semana que había pasado embadurnada de arcilla, o de pintura, o de cola, o harta de recortar, de bailar o de estar tirada en el suelo, como si para poder comprenderlo debiera estar metida en la piel de un niño de diez años. ¡¡Horrible!!
De todos modos, era una suerte que el “Complejo Polideportivo Tres Pinares” fuese un excelente lugar para unas colonias como aquellas. Disponía de amplios barracones con literas, de comedores lo suficientemente grandes para todos los pequeños y malvados inquilinos. Y lo mejor de todo: un gigantesco polideportivo cubierto, el perfecto lugar para mantener lejos de resfriados y catarros a todos. Y es que, la Caja de Ahorros Provincial no reparaba en gastos a la hora de agasajar a sus clientes; todo vale para llevárselos al huerto.
En aquellos tres primeros días, no había escampado ni veinte minutos seguidos. Y según indicaban las previsiones meteorológicas, en los próximos cuatro días no había atisbos de cambio. Un horror.
Quién conchos le había mandado aceptar. Si es que tenía la negra. Había quince monitores, y según recordaba doscientos cincuenta niños y niñas, pequeños impertinentes y gritones malcriados. Y de entre todos aquellos enanos había tenido que tocarle a ella los más díscolos, los menos participativos, los menos imaginativos, los más caras y los más exigentes. Y ahora, para colmo, cinco de aquellos bichos no aparecían al desayuno.
Sin demasiado ánimo subió el último tramo que llevaba al segundo piso. Seguro que estaban todos aún en la cama. Seguro que los angelitos no habían pegado ojo hasta más de las seis y ahora, claro, se habían dormido.
No pensaba despertarles. Esos capullos se iban a quedar sin desayuno como ella se llamaba Susana. Hombre que sí.
Suavemente abrió la puerta del barracón, y por la rendija de luz se deslizó hasta las literas. Allí no había nadie. Menudo lío.
Bajando las escaleras hacia el comedor, Susana iba pensando en toda suerte de torturas medievales. Y se estaba quedando ella sin desayuno también. Pero ya no tenía mucho apetito. Se le había esfumado con la sola imagen del careto del director cuando le comunicase que no aparecían cinco de sus niños.
Atravesó la larga hilera de mesas. Todas estaban llenas de gritones y sonrientes bestezuelas, puliéndose un desayuno muy nutritivo. Anestesia les tenían que dar con la leche.
Al fondo, estilo boda, y colocada en perpendicular estaba la mesa de los jefazos: el director de las colonias, su mujer, y los monitores que en ese turno podían desayunarse. Y el que ella estuviera allí contravenía las dictatoriales órdenes de armonía y buen comportamiento.
-Oye... Héctor... que no... que no encuentro a cinco niños.
-¿Cómo dices?
-Queee... no, que no aparecen, que no encuentro a cinco niños.
-¿Cinco?
-Sí.
-Bueno, mujer, no te apures. Ya sabes lo que son los niños. Andarán mezclados con otros de otros grupos, búscalos -la despidió haciendo un amplio gesto con la mano y con una de sus sonrisas de has visto cuán magnífica es mi sapiencia en el tema, baby.
Acto seguido volvió a beber de su tazón de cacao y sus barbas medio rubias quedaron empapadas en leche chocolateada.
-Mmmmm… me cachis... ¿Y tú que haces ahí mirando? ¡Anda y busca a tus niños!
Tardó, aunque parezca increíble, diez minutos en contar a todos y cada uno de los monstruos que estaban en el comedor. Afortunadamente, aún no habían terminado el desayuno, y todavía estaban medio formalmente sentaditos.
-Doscientos cuarenta y cinco.
-¿Qué? -contestó Héctor, absorto en tragar.
-¡Que faltan cinco! ¡Cinco, cinco, los cinco que no aparecen!
-Mira. Lo primero es que no debes hablar así delante de los niños. Nunca. ¿Entiendes? Y lo segundo es que es imposible que se hayan esfumado. ¡Si no hemos salido en tres días del albergue!
-Pues, oye, no están. Qué quieres que te diga. ¡Y si no les buscas tú, listo!
-Bueno, bueno, bueno. En algún lado han de estar. A ver, Alberto, ve a la habitación de los niños y búscalos. Tú, Richar, cuéntame los niños. Y tú, Susi, rica, no estorbes. Y vigila que no se te pierda ninguno más. ¿Vale?
¿No estorbes? Pero bueno. Mascullando juramentos en arameo, Susana se dirigió a su mesa. Por lo menos comería algo, y comprobaría que, efectivamente, no había desaparecido ninguno de los capullos que quedaban.
Cuando llegó a su larga mesa, lo que comprobó fue que no quedaba ni una gota de leche, ni un panecillo, ni una cucharadita de mermelada, ni un mísero terrón de azúcar. Los muy animales se lo habían zampado todo. Todo de todo. Y faltaban cinco, con ella seis. Se habían comido lo de seis más. La madre que...
La noticia corrió rápido, como una mecha. Faltan niños. Faltan niños. Faltan niños. Faltan niños. En menos de media hora lo sabía toda la gente menuda. Comenzaron a correr toda clase de versiones sobre espíritus, un sádico asesino llamado Jason y brujas diversas. Pero todo ello no pasó de ser otro elemento más de juego para toda aquella jauría reunida en el polideportivo. Había más de doscientos niños en un polideportivo con un reducido graderío, aquello era una invasión. Niños en las duchas, niños en las gradas, niños en las canastas, en los vestuarios, niños en la cancha, niños en los servicios, niños en los cuartos de material. Los monitores se veían incapaces de contener a todos al mismo tiempo, por lo que finalmente desistieron, que cada cual hiciera lo que le viniese en gana. Al fin y al cabo todo era idea del director. Que les controlase él. Y los monstruos corriendo unos detrás de otros, con bolsas de plástico cubriéndoles la cabeza: “Soy Yeison, soy Yeison, te voy a sacar las tripas...”
En el edificio de los dormitorios y de los comedores, mientras tanto, Héctor, acompañado de Susana y de seis monitores, peinaban todas las habitaciones, salas, trasteros, sótanos. En algún sitio debían estar.
Sí, claro, en algún sitio.
Toda la mañana se pasaron en eso. Buscaron, buscaron y buscaron. Y no sólo en el edificio del albergue, también en los vestuarios de las piscinas, por los alrededores, y siempre con igual resultado. Y, al final, el director, Héctor, descompuesto, fuera totalmente de sí, perdido ya todo su autodominio de psicólogo por correspondencia, decidió someter a un último interrogatorio a Susana. A solas. En su despacho.
-Vamos a ver. ¿Cuándo fue la última vez que les viste?
-Cuando se fueron a la cama, ya te lo dije.
-Y no oíste si se levantaban o algo así.
-No, todo estuvo muy tranquilo. Y me dormí. ¡Era de noche!
-¡Pues no puede ser! No puede ser. De allí salieron, porque no están.
Se levantó, mesándose los crespos cabellos rubios y la barba.
-Veamos, ¿quién debía vigilar los pasillos hasta las cuatro? -dijo tomando un folio con un cuadro de su carpeta-. Porque alguien tiene que haberlos visto, digo yo.
Comenzó a leer el cuadro de turnos, y cuando vio su nombre en la casilla de vigilancia de pasillos de las 0:00 h. a las 4:00 h. cambió de tercio.
-Bueno, es igual. El caso es que son niños a tu cargo. A tu cargo -repitió gritando y apuntando con un dedo directamente hacia el rostro ojeroso de Susana-. Y si no aparecen... si no aparecen… tú responderás ante la Caja. Ya lo sabes.
-¿Yo? Pero, pero...
-¡¡Sí, tú, niñata!! Por tu culpa esto va a ser un escándalo, la Caja se va a ver perjudicada. Yo me voy a ver perjudicado. Te aseguro que tú vas a caer conmigo.
Dio una violenta patada a la silla donde había estado sentado.
-Esto me pasa por rodearme de niñatas... me cachis.
Susana tenía dos lágrimas a punto. ¿Culpa de ella? No había puesto demasiado énfasis en los estúpidos jueguecitos, vale, de acuerdo. Pero de ahí a que ella tuviera la culpa de que hubiesen desaparecido cinco monstruosos niños.
-¡Eres… eres… una criaja! Si es que te tenía que...
Golpes en la puerta del despacho le contuvieron con el puño en alto.
-¡¡Quién!!
Uno de los monitores entró, interrumpiendo la ira de su director. Y no tenía buenas noticias.
-La Guardia Civil ha llegado. Quieren hablar contigo.
Héctor respiró hondo, peinándose el cabello con los dedos, serenándose.
-Largo los dos. Decidles que entren.
Susana caminó directa a su cuarto, a solas. Había sido relegada de toda función que tuviera que ver con la vigilancia de niños. Al parecer había sido ella la causante de la desaparición de los cinco niños. Tal vez se los había comido, tal vez.
Se sentía impotente. No conseguía explicarse lo que estaba ocurriendo. Ni imaginaba lo que pudiera pasar a continuación. Con Héctor de por medio era toda una incógnita. ¿Dónde podían haberse metido esos cinco? Cuatro niños y una niña. ¿Pero dónde?
De inmediato la Guardia Civil comenzaría a rastrear los alrededores. Nadie se explicaba cómo habían franqueado las puertas bajo llave y los barrotes de las ventanas, pero de alguna oscura manera, los cinco renacuajos se habían esfumado. Incluso Héctor había mandado que no abandonase nadie el edificio, ni cocineras, ni portero, ni jardinero, ni... Alguien tendría que responsabilizarse de aquella desaparición.
La desnuda bombilla del techo alumbraba el desconsuelo de Susana. En el reloj, las dos de la tarde. Cómo poder pensar si quiera en comer. Vaya verano, y todo por la estúpida idea de su padre de tener que hacer todo lo que él no había tenido oportunidad. Recordaría sus colonias en “El Pinar” durante toda su vida, o más.
Encendió su mp3 y se ajustó los auriculares. A todo volumen, que el estruendo tapase los problemas, como siempre hacía cuando tenía problemas mayores. Se tumbó en la cama, y con los párpados entrecerrados, fijó la vista en la cegadora bombilla. Welcome to the jungle... tronaron los auriculares. Por cierto que a la jungla.
En un tris pasó una hora. La siguiente voló tras la primera. Tumbada en la cama, sin apenas moverse, con los oídos reventando por la brutal inyección de vatios. Vuelta y vuelta a la misma canción. Gruesos lagrimones resbalaban por su mejilla, empapando el cuello de su camiseta. ¿Por qué había tenido que tocarla a ella?
Pero no lloraba por eso. Lloraba porque aunque lo desease, que lo hacía, no podía remediar la situación, su situación. ¿Qué es lo que les habría pasado a los niños? Porque estaba claro que si se hubieran escondido ya habrían aparecido. Claro como el agua estaba que ya no se encontraban en el edificio, ni en las instalaciones anexas, ni ahogados en la piscina, que era lo primero que habían revisado. ¿Dónde entonces?
Bienvenida a la jungla, Susana.





Súbitamente sintió, porque oír no podía, cómo se abría la puerta de su cuarto. Se sentó y liberó a sus oídos de la tortura de los auriculares.
Ante sus ojos incrédulos, un niño, morenete, con cara de espabilado, entró sigilosamente y cerró.
-Hola.
-¿Y tú, qué corcho quieres? ¿No sabes que deberías estar en el comedor, o en el polideportivo? ¿Quieres meterme en más líos?
-Me llamo Javi. Y yo sé dónde están.
-Vete al cuerno. No me importa.
-Ah, ¿sí? Por eso lloras, entonces.
Susana se dio cuenta. Seguía llorando como una magdalena.
-Y a ti qué te importa -respondió secándose con las manos.
-Les conozco. No a todos, pero sé que si no me ayudas no podremos encontrarles jamás.
-Venga ya, tío.
-Te lo juro.
-Vale. ¿Dónde están?
El niño calló, dudando unos segundos.
-Como me estés tomando el pelo...
-¿Has leído “La Historia Interminable”[1]?
Susana asintió.
-Sí, ¿y?
Javi no respondió de nuevo.
-Venga ya. Largo, y no me molestes más. ¿Entendido?
-Es verdad -protestó elevando un poco la voz-. Es más sencillo de lo que te piensas... yo estuve allí unas cuantas veces. Lo juro. Y ahora ellos están allí también.
Susana arrugó los labios. Esto sí que era increíble. Lo último que le faltaba.
-Muy bien, Javi. Ale, que sí. Mira, mono, si no te esfumas en cinco segundos, llamo al monitor de vigilancia y te va a caer una...
-¿Por qué no me crees? Es la verdad, te lo he jurado.
-Uno.
-Es verdad, es verdad.
-Dos.
-Te lo prometo.
-Tres.
-Si no les ayudamos no podrán volver jamás.
-Cuatro.
Javi se marchó, dejando anonadada a Susana. Vaya imaginación. ¿De dónde sacarían esas cosas?
Se tumbó de nuevo y encendió la música.

Welcome, Susana. Welcome to the jungle...


[1] “La Historia Interminable” de Michael Ende.



(Si quieres continuar leyendo envía un correo electrónico a: fugaces[arroba]gmail.com)



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